lunes, 6 de abril de 2020

Lunes Santo

Hacía tiempo que tenía ganas de ayunar.
Cuando hace unas semanas conversé con Pablo, que siempre anda investigando sobre cosas interesantes, y me habló de metabolismo y cetogénesis, mi predisposición novelera - que siempre esconde oscuros y sustanciosos motivos, a menudo inconscientes - se agitó y me prometí a mí mismo hacer uno. Uno parcial, en el que eliminaría los alimentos sólidos durante unos días y me mantendría a base de zumos y caldos.
Hace más de una década hice el famoso ayuno del sirope de arce, pero como andaba en pareja, no conseguí el idiorritmo que este tipo de experiencias - absolutamente serias - requieren, y lo hice desde la inconsistencia y la frivolidad. Ni siquiera fue una dieta con fines de restricción calórica. Fue más bien un cachondeo.
Lo que no me apetecía esta vez era prepararlo: se me hacía un mundo tener que andar comprando por allí o por acá ingredientes que no suelo tener en casa o pasarme los primeros días hambriento y con la cocina empantanada haciendo preparados vegetales y suero casero.
Quería que la clínica Buchinger llamase a mi puerta, que la montaña viniese a Mahoma, o mejor, a Hans Castorp. Tarea difícil cuando no se tiene pasta. Lo cierto es que tras hacer ciertas averiguaciones, di con un paquete de Biotta que te proporcionaba todos los ingredientes necesarios para una semana de depuración: diez zumos embotellados, una bolsa de semillas de lino y otra de hierbas para infusión. Ideal. Y a un módico precio. Todo esto me llegó a casa unos días antes del ACONTECIMIENTO. Lo dejé arrinconado en el vestidor, en espera de encontrar la ocasión. Sin embargo, desatada la crisis sanitaria y decretado el confinamiento, tras una semana de ansiedad e ingestas excesivas en casa, decidí colocar la caja sobre la barra de la cocina, a modo de última bala.
Esta vez mi objetivo no era solo adelgazar: quería curar una dermatitis atópica, reducir el consumo de tabaco, sentir esa ligereza mental que da el hambre controlada y - no nos engañemos - sentir esa ebriedad seca que proporciona cerrar el pico. Un ayuno místico, como el de los primeros cristianos, como el de los eremitas, siguiendo el ejemplo de los cuarenta días que pasó Jesús de Nazaret en el desierto, tras su bautismo. La Semana Santa, semana de Pasión, era la ocasión perfecta. Pasión con paciencia. Aventurarse apaisadamente.
Ayer, después de ir vaciando estos últimos días la nevera y las repisas de tentaciones, abrí la caja y coloqué su contenido sobre la cocina...


Hoy, día de preparación, tras beber un vaso de agua tibia recién levantado, he tomado dos cucharaditas de semillas de lino con una infusión y un vaso de zumo de ciruelas, realmente rico. Luego he comido un poco de pan, con tomate y aceite. Durante el resto de la mañana, mientras intentaba contactar con la Tesorería de la Seguridad Social, infructuosamente, he bebido agua y más infusión, hasta que ha llegado la hora de comer y me he preparado un brócoli salteado con ajo y soja, que he acompañado con más zumo de ciruela.

Pensé que esta semana, con tanto festivo y dada la situación, no trabajaría. Pero me ha entrado curro. Tal como están las cosas debería dar gracias al cielo, pero el trabajo alimentario, sin la motivación de poder salir y entrar, de poder olvidarte de él, se vuelve una carga, prístina y maldita. No me gusta mi trabajo, lo soporto únicamente porque me permite vivir. Vivir de aquella manera, porque un trabajo insatisfactorio siempre te distrae de la verdadera vida y, sobre todo, del verdadero trabajo: la lectura, la escritura, la cocina, la intendencia de la casa, los amores, los amigos, el sueño plácido, etc. El oficio de vivir, que decía Pavese. Así que, en circunstancias normales, el falso trabajo produce un décalage de tus propios intereses vitales, y cuando tratas de dar (el) tiempo a otras cosas, nunca es suficiente, perdiendo una gran parte de tu energía en reparar de manera errática - ay, las evasiones estériles - toda la frustración que conlleva la falsa vida laboriosa de "lo laboral". En este confinamiento de mi habitual confinamiento (sin duda, lo mejor de mi trabajo es que puedo hacerlo "en casa", y mi casa está en cualquier parte donde, pudiendo conectarme a Internet, me sienta a gusto) me pasa que tengo sentimientos encontrados: echo de menos cierta normalidad, pero teniendo callo como tengo para la soledad, estoy agradecido de que el mundo se haya parado un poco. Con un sentimiento egoísta y hasta psicótico muy propio del carácter melancólico, siento que el mundo (todo eso ajeno a las fronteras de la propia corporalidad) me está ayudando con las pesadas bolsas de los "mandaos".

 
Después de comer tenía cita en zoom con Weldon y Paz (también estaba Roberto), que me habían invitado a participar en un podcast para su niñosgratis, a propósito del relato La mujer que se fue a caballo, de D. H. Lawrence. Cuando recomendamos libros a los amigos o los amigos nos los recomiendan, apenas esbozamos un resumen y un par de sentimientos y dejamos que la conversación fenezca. Apenas se tienen debates sobre libros. Lo bueno de los clubs de lectura, de estas tertulias, es que convierten la experiencia solitaria de la lectura en un intercambio de ideas y pareceres, y los libros crecen exponencialmente. Es como cuando sales del cine con amigos y te tomas una caña. Mucho mejor que hablar de polvos, de colocones, de exes o de turismo. Para hablar de sexo o de viajes, para compartir experiencias comunes a cuatro o cinco (otra cosa son las conversaciones tête à tête o los cotilleos), nada pone más orden y enriquece más la experiencia común que en un libro o una película. Es elaborar sobre lo elaborado.

Antes de volver a trabajar he estado leyendo un rato, hasta que la luz natural me lo ha impedido. Siempre hago echar un pulso a la luz natural con la zona conveniente donde dejar el marcapáginas. Para no tener que leer a la carrera hasta encontrar una franja de espacio en blanco (un cambio de capítulo o simplemente de párrafo) o dejarme los ojos hasta encontrar dónde dejar descansar el separador, ya me tengo estudiada la incidencia de la luz de la tarde sobre la cama - que es donde suelo leer -, para saber en qué lugar detener la lectura. Cuando cambió la hora hace una semana gané una hora más de solaz. Supongo que es otro de los muchos TOCs que regulan la vida monacal.


He trabajado un par de horas, luego he llamado a mis padres antes de cenar. La cena ha consistido en una patata y dos zanahorias al vapor con requesón desnatado. Hasta el domingo no volveré a ingerir nada sólido. Lo cierto es que hoy no he pasado hambre. Eso sí, me he pasado el día meando. El pis tiene un color pálido, espero que los últimos días sea casi cristalino.

He visto un documental fantástico: Sex, fashion & disco, sobre Antonio López, no el pintor hiperrealista español, sino el ilustrador newrriqueño de las grandes revistas de moda. Los setenta y los ochenta, Nueva York y París, Warhol y Saint Laurent, Lagerdfeld y Jacques de Bascher, Jessica Lange y Jerry Hall, el Max's Kansas City y el Club Sept, la juventud y la muerte. Esos años en que muchos de los grandes agitadores culturales acabaron sucumbiendo a ella durante la Gran Crisis del Sida. Auténticos reformadores de la vida moderna de cuyo legado se apropiaron los supervivientes, por lo general más mediocres. Sufficit diei malitia sua.

En estos momentos me duele la cabeza: no sé si se debe a la falta de glusosa, a la concentración a la que somete la escritura cuando casi no se practica, o a los cigarrillos con los que tratas de sortear la inseguridad que produce intentar ejercitarla. El ayuno es la excusa.

Mañana trataré de fumar menos. Ahora me acuesto.