jueves, 9 de abril de 2020

Jueves Santo


Ciclotimia: dos versiones, una pasión...





El año pasado, aproximadamente por estas fechas, ardía Notre Dame. Era la Semana Santa, miércoles para ser exacto, y yo andaba en Sevilla, con resaca. El amigo que estaba conmigo y yo pusimos la tele del piso que nos había prestado otra amiga y allí nos quedamos embobados: el fuego prendiendo sobre la flecha - que luego se partió en dos y se desmoronó - convirtiéndola en un fascinante esqueleto de madera, la gran columna de humo empujada por el viento y, por último, posiblemente, una apacible lluvia de cenizas...




En mitad de esta semana, llueve de nuevo. Cuando abro las ventanas para orear el ambiente humoso del salón (en ocasiones mi casa parece la Whitechapel de Jack el Destripador) me invade un olor a remolacha: es el olor terroso, dulzón y húmedo de la ciudad vacía y mojada. Esta tarde me he hecho una lavativa (no me duchaba desde hace días: tampoco me afeito, quiero dejar la limpieza de sábanas, ropa sucia desechada en el arcón y los afeites para el Lunes de Pascua) y el plato de la ducha se ha tintado de ese color intenso del tubérculo. El color de la sangre en blanco y negro, de Psicosis. He pensado entonces si la remolacha se ha utilizado como pigmento en la historia de la pintura o el textil... cuando he buscado la información en Internet he descubierto que la betanina - así se conoce al extracto acuoso de la raíz de la remolacha roja - se usa como colorante en la industria alimentaria. Es el E-162 que se añade a yogures de fresa o helados de frutos rojos, también a refrescos, golosinas y mermeladas.

He terminado lo que me quedaba de trabajo. Por fin. Ahora puedo abandonarme, estar durante cuatro días absolutamente a mis anchas, sin obligaciones sociales, sin tener que cocinar, sin tener que ducharme, ajeno al mundo, en mi celda tamaño XXL, desdeñando el futuro, en un presente continuo sin principio ni fin. En este confinamiento subrayado por los días festivos uno puede encontrar su heterotopía: ya no hace falta refugiarse en ese agujero negro que es la sauna, puedes ahorrarte ese esfuerzo deambulando como un fantasma por tu propia casa, picoteando de un libro y de otro (en el otro lado de la cama, el lado no arrugado ni hundido, tengo cuatro libros abiertos, la tablet y una pomada para curar unos granos que me han salido en el pubis), sin ver la tele apenas, sin casi mirar el teléfono, en la gloria. Es increíble como mi ascendente Piscis se apodera de mí en cuanto el día se nubla y gobierna el distanciamiento social: en ese momento aparece Jerónimo - patrón de los traductores - y doma al león soleado de la casa quinta. Después de dormir la siesta me ha costado levantarme, no era tanto una parálisis física como mental. Durante el resto de la tarde se ha apoderado de mí la acedia: indolentia, delatio et desperatio.

Ayer, hablando con Ángela le decía que quizás lo más interesante de toda esta crisis (releyendo a Agamben he recordado que la palabra krísis significa en griego antiguo "juicio", en su acepción jurídica y médica; curioso), le decía a esta amiga, digo, que lo guay es que estábamos ante una "aventura colectiva". Hoy pienso lo contrario, pienso que esta "guerra" me ha pillado un poco mayor para ir al frente, y que más bien, es la estacada definitiva para abrazar la madurez (signifique ese eufemismo de "vejez" lo que signifique) y que con una "paguita" me daría por más que satisfecho. Siempre he hecho mía esa frase de María Jiménez diciendo "que me dejen". Que luego ya sé que volveré a la manía y no habrá quien me acueste. Si hay un ser fantástico que se corresponde con el carácter maniacodepresivo ese es el del vampiro. La noche y el día, el crepúsculo y la aurora, con las manos trastocadas como ese personaje - el engaño - de la Alegoría del Triunfo de Venus del Bronzino, lienzo que siempre que voy a la National Gallery me quedo un buen rato pasmado contemplando.


Hoy David nos ha mandado al grupo de whatsapp que tenemos con Paco una foto de él con un amigo de Costa de Marfil - donde vive y trabaja - con unas fantásticas mascarillas hechas de telas africanas. Para salir de esta molicie, me impondré un nuevo reto para la semana que viene: fabricar una mascarilla con una vieja camisa rosa de fantasía cachemira. ¡Es de Miu Miu, oh the old times! Sé perfectamente que estas mascarillas de tela no tienen ninguna finalidad práctica, pero ¿desde cuándo la moda es práctica? Las espantosas mascarillas sanitarias hay que cubrirlas de fantasía: como hacen las mujeres de Arabia Saudí con las pestañas postizas, único complemento facial con el que pueden ser coquetas. La verdad es que en esta casa no hay caja de la costura, así que no sé cómo haré...

Ayer saqué de la estantería un libro de Agamben muy apropiado para estos días: Pilato y Jesús. Me acordé de esta lectura deslizando perezosamente el dedo por un especial Semana Santa de Filmin dedicado a películas religiosas. Cuando yo era pequeño sentía fascinación por los personajes bíblicos, no necesitaba a ningún Superman ni a ningún ET con los que fantasear por las sendas del misterio. Me parecía mucho más fascinante la presencia viva y fantasmagórica de esos hombres ataviados con ropas antiguas que habían sobrevivido al olvido de tantos siglos... El librito de Agamben, de apenas 50 páginas, es un viaje filológico, jurídico, teológico y filosófico alrededor del proceso que tuvo lugar en Jerusalén allá por el 33 d. C. Un juicio fundamental para emparentar la historia del cristianismo con la Historia de Roma, un cruce entre lo temporal y lo eterno, los hechos y la verdad, lo divino y lo humano.

Agamben, después de introducirnos filológicamente en algunos términos, como entrega (término relacionado con tradición y con traición) que se repiten en los evangelios, apócrifos y canónicos, y en los textos patrísticos, comenta la fascinación que el personaje de Pilato y algunas de sus frases ("¿qué es la verdad?") causaron en escritores y filósofos, como Goethe y Nietzsche, a lo largo de la historia, para luego desglosar esa pequeña pieza de teatro que es todo el proceso, con sus idas y venidas de y hacia el pretorio, en el que se encuentra Jesús y fuera del cual se encuentran los miembros del Sanedrín judío, que por motivos religiosos no pueden entrar en las dependencias del procurador de Judea. Este drama, que termina con Pilato lavándose las manos y pasando de nuevo el testigo - en este caso Cristo - a los sacerdotes (que no tenían potestad para declarar la pena capital), en lo que parece un conflicto de jurisdicciones sin fin, podría encarnar también el significado de otras palabras que, al menos en español, y sin atender a su etimología, parecen concomitantes a "pasión" (en su sentido de padecimiento), esto es, "pasar", "traspasar(se)", "paso", "paseo".



Dice Agamben en las glosas finales:

"(...) ¿Por qué el acontecimiento decisivo de la historia universal - la pasión de Cristo y la redención de la humanidad - debe tomar la forma de un proceso? (...) Cristo - argumenta [Dante] quiso nacer y hacerse censar bajo el edicto del César porque de este modo su humanidad se confirmaba con el sello de la ley [romana] (...). (...) si Pilato no emitió un juicio legítimo, el encuentro entre el vicario del César y Jesús [el vicario de Dios], entre la ley humana y lo divino, entre la ciudad terrenal y la celestial, pierde su razón de ser y se convierte en enigma. (...) La irresolubilidad implícita en la confrontación entre los dos mundos y entre Pilato y Jesús se comprueba en las dos ideas-clave de la Modernidad: que la historia es un "proceso" y que este proceso, por cuanto no termina en un juicio, se halla en estado de crisis permanente. (...) Así como el trauma en psicoanálisis, la crisis, que ha sido arrancada de su terrorífico lugar, reaparece en formas patológicas en todos los ámbitos y en todo momento. Se separa de su "día decisivo" y se transforma en una condición permanente. Por consiguiente, la facultad de decidir de una vez por todas está ausente, y la decisión incesante no decide propiamente nada. O sea, como le sucedió a Pilato, de repente se invierte en catástrofe. El indeciso - Pilato - no hace sino decidir, el decidido - Jesús - no tiene ninguna decisión que tomar".

Debo confesar que esta noche, mientras esto escribo, he pecado: me he metido una cucharada de miel en la boca. Luego me la he tragado.

Ahora escucho The Right to Love (Reflections), compuesto por Lalo Schifrin e interpretado por Irene Reid, y noto que el corazón se me ablanda, porque la música es casi lo único que me enmienda el alma, el mejor timonel en el barco de la noche.